Decidirse a empezar...

Cuando se habla de aprender música, siempre están esos prejuicios como "yo no sirvo", "no tengo buen oído", "yo no puedo ni tocar el timbre!", "yo no tengo ese talento...". Prejuicios falsos que nos alejan de lo más cercano al hombre: el quehacer musical.
En primer lugar, hay que partir de una realidad: todo ser humano, queriendo o no, hace música. Ya sea tarareando una canción, o golpeteando un ritmo contra la mesa, todos tenemos una musicalidad innata por el solo hecho de conocer y escuchar nuestra música favorita. Al igual que todos sabemos lo que es un cuento porque los venimos escuchando desde pequeños, sabemos distinguir cuándo nos hablan en otro idioma porque vimos infinidad de películas extranjeras, podemos darnos cuenta de la pulsación exacta del segundero de un reloj, la aceleración de nuestro corazón al correr, qué ruido es fuerte y qué ruido es suave, o imitamos el toque de la batería de nuestro tema favorito.
En lo cotidiano manejamos, sin darnos cuenta, montones de elementos musicales, lo cual deshecha por completo los prejuicios de "no servir", o de "no tener oído".
Muchas personas, por otra parte, piensan que hay que nacer con un talento musical evidente. Es cierto, muchos nacen con este talento tan obvio, que no cabe duda de que la música es para ellos. Pero también hay otra realidad: muchas personas, hasta me animaría a decir la mayoría, posee este talento tan escondido, que pasan muchísimos años de su vida sin darse cuenta que lo tienen.
Aprender música no sólo significa ir de la mano de nuestro propio talento porque desde niños supimos que nacimos con ese don. También significa animarse a descubrirlo cuando no es tan evidente, desenterrarlo de nuestra propia alma y hacerlo brillar.
Esto es lo más importante, y el objetivo primordial de las clases de música: descubrir nuestra propia musicalidad.

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